Presentación en lanzamiento de «Violencia de género, pobladoras y feminismo popular. Casa Yela, Talca (1964-2010)» de Hillary Hiner

por Alejandra Ramm
Socióloga. Universidad de Valparaíso

El libro hace un recorrido exhaustivo por la historia de la Casa Yela, una organización surgida de la iniciativa y del esfuerzo de mujeres pobladoras residentes en la parte norte de la ciudad de Talca. Casa Yela nace en los años ochenta, en contexto de dictadura, gracias al apoyo de las hermanas Maryknoll, Jessie y Laura (de la combinación de sus nombres surge el nombre “Yela”), quienes llegaron a vivir en los años sesenta-setenta, inspiradas por el giro liberalizador en la Iglesia católica.

Vivir en la población las lleva a descubrir la realidad de las mujeres pobladoras, especialmente el altísimo nivel de violencia doméstica y sexual a la que viven expuestas. Entonces ocurre un proceso de transformación conjunto, tanto en las religiosas como en las pobladoras. Así el núcleo del libro es relatar cómo un par de religiosas norteamericanas y de pobladoras originalmente católicas van girando desde la acción social hacia la acción feminista, y el papel central que juega en esto el proceso de tomar conciencia de la dominación, explotación y abusos que sufren cotidianamente las mujeres. Como dice Hiner: 

Ese proceso, de ser mujeres católicas que hacían ollas comunes en la parroquia a principios de los años ochenta, para luego, pasar a formar el grupo Yela y a empezar a trabajar [contra] la violencia [hacia las mujeres] (p.132).

Las hermanas Maryknoll llegan a Chile en el contexto del Concilio Vaticano II, de la Teología de la Liberación y de los cambios en el papel de la mujer en la iglesia, en el marco de una creciente escasez de sacerdotes y de búsqueda de acercar la iglesia a la gente, especialmente a los que más sufren, los más pobres. El obispo de la época, Carlos González, quien luego será reconocido por su lucha por los derechos humanos durante la dictadura, las recibe y apoya, logrando incluso que tengan una mediagua donde vivir. Vivirán desde entonces en una población ubicada en el norte de la ciudad de Talca. Vivirán los años tanto de la Revolución en Libertad de Frei Montalva y de la Unidad Popular de Allende. Como también los largos y duros años de la dictadura cívico-militar. 

Es en los años ochenta, bajo la dictadura, cuando las hermanas Maryknoll organizan un comedor popular en conjunto con las pobladoras. En esa época, las reformas estructurales de la economía, realizadas según dictados de los Chicago Boys, llevó a niveles altísimos de pobreza. Y este comedor será la instancia concreta que acercará a ambos tipos de mujeres al feminismo. Es a través de la olla común que comenzarán a ver la fuerte y abundante violencia de género hacia las mujeres en la población y a centrar su trabajo en esto. Como relata Leonarda Gutiérrez:

Empezamos a dar la olla común en tiempos de dictadura […]. Entonces nos empezamos a dar cuenta de cómo llegaban las mujeres –golpeadas, con los ojos morados- y de ahí partió la iniciativa de trabajar con las mujeres […] (p.158) 

Así en 1986 surge el grupo Yela, que como sus objetivos lo señalan, buscó:

  • promover la dignidad de las mujeres;
  • concientizar a las mujeres sobre su dignidad como personas;
  • reconocernos como personas y no como objetos;
  • reconocer que la violencia contra las mujeres es inaceptable;
  • concientizarnos sobre la manera en que se explotan a las mujeres (casa, publicidad, sueldos, moda, política y religión, entre otros);
  • acompañarnos, ser amigas y apoyarnos mutuamente;
  • criar a nuestros hijos con igualdad (p.159) 

Hillary también nos recuerda el contexto internacional en que esto sucede. En los setenta se habían abierto las primeras casas de acogida en Estados Unidos. En 1975 la ONU declaró la Década de la Mujer y en 1979 aprobó el Convenio sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW) (del cual Chile todavía NO ratifica el Protocolo Facultativo, el que está en trámite en el Senado desde el 2001). Pero es en los años ochenta, al regreso de unas vacaciones en Estados Unidos que la hermana Jessie vuelve cambiada. Influenciada por temas de derechos mujeres trae la película el Color Púrpura (Steven Spielberg, 1985), que tiene como mensaje la superación de la violencia doméstica y sexual, dando especial importancia a la amistad femenina (p.199). Como reporta Elena Valenzuela: 

Esta hermana regresó y dice “sabes que traigo una película y podíamos verla en nuestra casa”. […] Como éramos doce a quince mujeres y nos fuimos a su casa a verla. Y ella dijo “esta es una realidad que nosotras tenemos aquí en Chile, aquí en Talca, en este sector y me gustaría que pudiéramos hacer algo”. Entonces ahí vino mi reacción y dije, “¿cómo le vamos a hablar de derechos a las mujeres?” (entrevista a Elena Valenzuela, p.130-131) 

Y ahí se inicia un viaje conjunto, un viaje iniciático, de las hermanas Maryknoll y de las pobladoras, que las llevará a preguntarse por su propia situación como mujeres en la población, en la Iglesia católica y en la sociedad. Una vez iniciado este viaje ya no podrán volver a ser las mismas. Pues luego de ver la violencia hacia las mujeres en una parte, es imposible no verla en distintos lugares y tomando diversas formas. Este proceso de toma de conciencia sobre su propia situación de opresión en tanto mujeres, está muy bellamente descrito en el libro. Especialmente a través de testimonios de las propias mujeres. 

A través de los talleres […] yo iba creciendo en mí (entrevista a Margarita Oyarzún, p.259) 

Yo voy a hablar a título personal, cuando yo fui a esa primera jornada a la cual fui invitada [en 1988] a mí se me cayó la venda de los ojos de la vida que yo estaba llevando dentro de mi propia vida de matrimonio y vida hogareña […]. Me empecé a dar cuenta de que yo lo estaba viviendo. (entrevista a Guacolda Saavedra, p.255) 

Por años nunca lo confesé, no me atrevía ni articularla en mi mente, hasta de que un día dije (p.125, cursiva en el original) (exprisionera de Colonia Dignidad)

Es un viaje sin vuelta atrás, un viaje que libera pero que trae mucho dolor y muchos problemas. No es un viaje que haga la vida más fácil ni mucho menos. Todo lo contrario. Por ejemplo, Elena Valenzuela relata su experiencia de una primera marcha pública por las mujeres en el año 1988 en Talca: 

Nos vinimos por la calle principal de Talca. Oye… ¡nos tiraron piedras!; los dueños de las casas comerciales se paraban en la puerta, nos decían “mujeres locas”, “¡vayan a hacer el almuerzo!”, “tontas” y muchas más cosas (p.220) 

Pero ese camino algo ofrece, pues las mujeres deciden seguirlo y no volver atrás. A través de la historia de la Casa Yela, la autora va mostrando cómo la violencia contra las mujeres va cambiando a través de los distintos períodos del pasado reciente del país. Así va construyendo una verdadera “historia chilena” de la violencia contra la mujer. Parte relatando la situación de las mujeres en una región predominantemente rural, previo a la Reforma Agraria, con una naturalización brutal de esta en el Chile campesino de los años sesenta. Por ejemplo, Leonarda Gutiérrez relata la situación de su mamá: «Y ahí encuentro a mi papá pegándole a mi mamá y la había sentado en el brasero, con fuego» (p.62, cursiva en el original).

Se trata de una época, nos dice Hiner, en que las élites construyen a las clases bajas como una suerte de bárbaros, que dadas sus condiciones de vida infrahumanas desarrollan conductas acordes. De esta manera, los casos de incesto si bien son denunciados, son entendidos como una manifestación de la calidad subhumana de estas clases. Incesto en que las principales víctimas son niñas y mujeres adolescentes. Si bien hay horror y escándalo frente al incesto, el cual al parecer no era tan infrecuente, no hay ninguna acción real para buscar detener o castigar a culpables ni proteger ni ofrecer reparación a las víctimas.  En esa misma época se considera que el esposo tiene el deber de castigar a la esposa si esta no le obedece. El Código Civil establecía que era obligación de la mujer obedecer a su esposo (lo cual solo fue derogado en septiembre de 1989). Como registra el testimonio de una de las mujeres que asistía a la Casa Yela:

Siempre me estaba diciendo que él era el que mandaba, que para eso él se había casado. “Yo soy el que te mando porque para eso te casaste conmigo” (p.161) 

El matrimonio como fuente de legitimación de la violencia del hombre hacia la mujer es algo patente en la legislación chilena y absolutamente incorporado a la masculinidad chilena hasta hoy. Hace solo unos años atrás, entrevisté a una mujer joven de La Pintana que luego de varios años de convivencia finalmente se casó con su pareja. Luego de casados, lo primero que él hizo fue pegarle. Pero -volviendo al relato de Hiner- vinieron los años de la Reforma Agraria. Los que si bien destruyeron el derecho de los patrones a disponer de los cuerpos de las mujeres campesinas, también reforzaron los roles de género convencionales. La Reforma buscó hacer del hombre campesino el proveedor exclusivo, así las tierras expropiadas se entregaron solo a hombres (y solo muy excepcionalmente a mujeres). La mujer campesina solo debía tener un rol complementario y de apoyo al hombre, básicamente siendo buena esposa y madre. Y después vino la dictadura cívico-militar, la cual no trajo solo pobreza –como dije antes- sino fue sobre todo un régimen de muerte. Las mujeres serán las primeras en organizarse contra la dictadura y lo hicieron defendiendo el derecho a la vida. 

El derecho a la vida en los ochenta tenía un significado muy distinto al que tiene hoy. Por ejemplo, en 1983 se creó la organización Mujeres por la Vida (MPLV), que agrupó a mujeres desde el MIR hasta la DC (algo impensable hoy). Así en Chile y América Latina, nos dice Hiner, la violencia contra la mujer se asocia con regímenes dictatoriales y patriarcales (a diferencia de lo que sucede en el mundo anglosajón). Las mismas pobladoras empezaron a vincular la pobreza con la dictadura y luego, a la dictadura con la violencia (p.155). Es entonces bajo la dictadura, en los ochenta, que surge un feminismo de segunda ola, con figuras como Julieta Kirkwood e instituciones como La Casa de la Mujer “La Morada” y el Centro de Estudios de la Mujer (CEM). Estas feministas elaboran un vínculo entre el autoritarismo que viven las mujeres en la casa y la dictadura del país. En palabras de Hiner: 

El patriarca “chico” (típico hombre chileno) se homologaba al patriarca “grande” que era Pinochet, la violencia puertas adentro reflejaba la violencia puertas afuera. (p.181) 

Además, Hiner muestra claramente la existencia de una violencia política generizada: que se centró en destruir la capacidad de ser mujer. Es decir, las torturas y malos tratos a mujeres contrarias al régimen se centraron en atacar sus órganos sexuales y en castigarlas por romper con la feminidad convencional (acusándolas básicamente de ser malas madres y esposas). Aquí Hiner recoge el testimonio de una mujer exprisionera de Colonia Dignidad: «La tortura ya aplicada a la mujer en sí, como mujer, va derecho al traste de la mujer y lo que te pueda desacralizar en la forma más brutal» (p.125).

Este carácter generizado de la violencia política ha sido invisibilizado, partiendo por las diversas comisiones de derechos humanos. Es todo un aporte que Hillary lo muestre y lo deje por escrito. A nivel de discurso la dictadura, reforzó los roles de género convencionales, de madre y esposa. Aquí Lucía Hiriart jugó un rol protagónico a través de CEMA-Chile y de la Secretaría de la Mujer, como lo ilustra muy bien el libro de Alejandra Matus, Doña Lucía

Hiner también señala los cambios que suceden en la Iglesia católica. Cómo mujeres religiosas norteamericanas comenzaron en los setenta y ochenta a cuestionar a la iglesia por su contenido y funcionamiento antimujer. En el caso de América Latina si bien la Teología de Liberación acercó a los clérigos a los más pobres, no promovió la liberación de las mujeres. Como muestra Hiner la crítica a la Iglesia católica por su trato a las mujeres no surge de la Teología de la Liberación sino de religiosas que son influidas por feministas, además es importante aclarar que los proyectos progresistas de izquierda suelen marginar a las mujeres, y la Teología de la Liberación no fue una excepción. Así en 1983, nos cuenta Hiner, surge el movimiento “Mujer-Iglesia” y se comienza a desarrollar una teología feminista. Es decir, surge un grupo de mujeres religiosas que hacen una crítica radical a la Iglesia católica por su trato y construcción de la mujer. Las cuales sufrieron el rechazo total de la jerarquía católica (p.207). De este modo, las hermanas Maryknoll, combinaron su compromiso con los pobres (Teología de la Liberación) con los aportes de la teología feminista, cuestionando el patriarcado y la violencia contra las mujeres (p. 207). 

Hoy día esto es muy mal visto, declararse feminista y religiosa, católica, cristiana u otra, por razones obvias ya que las iglesias han jugado un rol primordial en la subordinación de las mujeres. De hecho será la jerarquía católica, encarnada en el obispo González, quien estaba tan feliz de recibir a las hermanas para que trabajaran por los pobres, quien –a fines de los ochenta- las expulsará o al menos hará inviable su estadía en Chile, como consecuencia de que ellas empezaron a trabajar para defender los derechos y la dignidad de las mujeres pobladoras. Como muestra Hiner, para la jerarquía católica –incluida la que luchaba por los derechos humanos bajo la dictadura- reconocer a la mujer como sujeto de derechos humanos era sinónimo de ataque al matrimonio. Como sabemos, la Iglesia católica considera al matrimonio como un sacramento, que consagra el dominio del hombre sobre la mujer y en Chile. El matrimonio civil fue una copia fiel del modelo del matrimonio católico, hasta el 2005 (cuando después de 10 años en el Congreso se logra aprobar el divorcio, y así por primera vez se introduce una diferencia real entre el matrimonio católico y el matrimonio civil). Esta es una de las cosas que más me gusta del libro: que muestra las raíces católicas de una organización feminista. Esto es algo contraintuitivo y de un estilo muy weberiano, pues muestra las consecuencias imprevistas del devenir de la historia. Es decir, reconoce un origen cristiano de parte importante del feminismo popular: 

Las mujeres Yela fueron aprendiendo sobre la violencia contra la mujer desde un lenguaje y una praxis fundamentalmente cristianos. (p.208, cursiva en original) 

Así Hiner muestra que la realidad social nunca se deja reducir por estereotipos y explicaciones simplistas. Nos guste o no, las creencias religiosas son una fuerza de transformación social. Sin embargo la historia oficial, que lamentablemente es la más habitual en la práctica también, solo pone atención a la Iglesia católica como uno de los mecanismos más permanentes y brutales de opresión de las mujeres. La historia relatada por Hillary, inserta una fisura en ese relato. Una fisura que me imagino los jerarcas tanto locales como globales se esmerarán en intentar borrar. De hecho, la jerarquía católica –exclusivamente masculina- ha sido muy exitosa en esto. Un ejemplo de esto es la debilidad en Chile de “Católicas por el derecho a decidir” en comparación con otros países de América Latina y de Estados Unidos («Católicas por el derecho a decidir» es una organización que surge en EEUU, cuyo fundador es un jesuita que obviamente fue excomulgado). 

Así, a medida que avanza el libro, Hiner nos va mostrando cómo el feminismo popular toma elementos de la Teología de la Liberación, de la educación popular, de los derechos humanos y del feminismo, señalando: 

En las poblaciones, el feminismo popular no era un feminismo solo “liberal”, “radical” o “socialista”, sino más bien una amalgama de discursos y prácticas que también incluían propuestas que provenían de la Iglesia “liberadora” y de la teología feminista (con una buena dosis de justicia social). (p.208) 

En este sentido, el feminismo de las mujeres Yela tiene como foco luchar contra la violencia de género, pero como dijo Elena Valenzuela, “no me saco el sostén contra los hombres” (p.206). Lo que busca el feminismo popular, en palabras de Hiner, es desarrollar “prácticas orientadas hacia el mejoramiento de la vida cotidiana de las pobladoras en todos sus aspectos” (p.197). Es decir, mejoras en: vivienda, trabajo, familia, sexualidad, etc. Hacia el final del libro, Hiner aborda el regreso de la democracia en los noventa, siendo un período de dulce y de agraz. De dulce para la Casa Yela, en tanto en los noventa y principios del siglo XXI gozará de su época de oro, gracias al financiamiento estable de una organización extranjera, Tierra de Hombres. Sin embargo, el primer período de la Concertación, especialmente bajo el liderazgo de la DC, tomó una agenda que buscó apoyar a las mujeres haciéndolas sinónimo de familia. Así marcó una clara distancia con el feminismo y puso muchas barreras a sus demandas. El nombramiento de Soledad Alvear como primera ministra del Sernam, ejemplifica esto. Es en los años 90 que se aprueba una primera ley de violencia intrafamiliar (y no de género), que daba como única solución la conciliación. Es decir, que la mujer siguiera junto al hombre que la violentaba ¿Qué solución era esa? Básicamente volver a reafirmar que el hombre tiene a “su” mujer a su disposición. Luego, con el cambio de siglo, con la nueva ley de violencia intrafamiliar y la creación de los tribunales de familia se produce una creciente judicialización de la violencia, física y sexual hacia las mujeres. Esto sin duda es un avance, pero está lejos de ofrecer una solución y justicia real. Cuando el marido tenía derecho a pegar o castigar a su mujer y exigir que cumpliera con sus deberes conyugales, si la mujer acudía a tribunales o a las policías estas la devolvían a su hogar, pues el marido solo estaba ejerciendo sus derechos. Este rechazo de policías y tribunales de hacer justicia en casos de violencia hacia la mujer será un rasgo distintivo y perdurable hasta hoy. La gran mayoría de los casos de violencia doméstica y sexual, quedan sin solución o bien las medidas tomadas son inefectivas, como lo ilustran las cifras de femicidios. Así el sistema judicial, incluyendo las policías, tienen una deuda hacia las mujeres. Al respecto es importante consultar el informe de Lidia Casas y otros, “Violencia de Género y la Administración de Justicia” (2012). 

Por lo demás, la violencia de género requiere no solo de persecución penal, sino también de una política pública: de prevención, reparación a víctimas, y rehabilitación de victimarios. La judicialización no es nunca una política pública. Pero Hiner nos muestra que luego del fin de la dictadura no solo se ha producido un proceso de judicialización, sino también de burocratización. Y fue precisamente esta burocratización y retirada del financiamiento externo lo que finalmente terminó con la Casa Yela. Como se sabe el financiamiento de diversas organizaciones internacionales fue central en lograr una gran vitalidad de la sociedad civil bajo la dictadura, básicamente a través de diversas ONG. La pérdida de ese financiamiento significó un retroceso de la sociedad civil frente al Estado. Aquí me parece que la autora, acertadamente, hace una lectura weberiana de este proceso de burocratización de la atención dada a mujeres víctimas de violencia. Como toda burocracia, más aún en un país autoritario como Chile, el Estado impone sus políticas públicas de arriba hacia abajo y este caso no fue la excepción. Es decir, el Estado no solo no da ningún reconocimiento, sino que además aniquila las comunidades u organizaciones de base. Pues nos les da ninguna posibilidad de existencia autónoma real. En esta misma línea la autora muestra como adquiere relevancia el conocimiento formal, certificado, técnico. Este tipo de conocimiento es el único que reconoce una burocracia, especialmente el Estado. Las mujeres de la Casa Yela, no contaban con tal conocimiento, pues habían adquirido su conocimiento sobre violencia de género a través de sus propias experiencias, de talleres, de reflexión, de lecturas feministas y de actividades organizadas en conjunto con otras organizaciones feministas de base. Por lo tanto, el Estado (SernamEG), difícilmente las puede reconocer ni como profesionales para ser contratadas ni como interlocutoras válidas. 

Aquí la autora hace una lectura de un verdadero proceso de desencantamiento del mundo (a la Weber) de un avance implacable de las relaciones despersonalizadas, deshumanizadas y tecnocráticas. Que a su paso destruye todo lo que encarnaba la Casa Yela: comunidad, localidad, saberes forjados a través de trayectorias de vida, lazos de amistad y de lucha feminista en común. La autora no puede ocultar su dolor ante esto, como tampoco deja de reivindicar la necesidad de luchar en contra de este nuevo orden de cosas. También la autora denuncia más cosas: que las mujeres técnicas contratadas por SernamEG son contratadas en muy malas condiciones laborales (bajos sueldos, a honorarios, largas jornadas laborales, etc). Es decir, el Estado para dar acogida a mujeres víctimas de violencia, reproduce la subordinación económica mujeres. Es una forma de actuar cuando menos paradójica. Asimismo, como buen programa social a la chilena-neoliberal, el Estado provee los servicios de casas de acogida mediante un subsidio a la demanda (pago por mujer atendida) a instituciones privadas. El subsidio a la demanda tiene una serie de problemas y las políticas públicas chilenas son un claro ejemplo de esto (pensemos solamente en cómo funciona la red de instituciones colaboradoras de Sename). ¿Cuáles son habitualmente estas instituciones “colaboradoras”? Básicamente instituciones asociadas a la beneficencia social, típicamente relacionadas con alguna iglesia, católica u otra. Léase: Hogar de Cristo, Crate y similares. Esto es grave por decir lo menos. Y revela la poca preocupación real del Estado por adoptar una verdadera agenda feminista. Como bien señala Hiner, esto tiene un problema adicional. Los programas de acogida de SernamEG se basan en atender o proteger a mujeres víctimas de violencia física y sexual. Copio textual de la página web de Chile Atiende: 

Las Casas de Acogida del SernamEG son residencias que ofrecen protección temporal a las mujeres y sus hijas e hijos que se encuentran en situación de riesgo grave y/o vital por violencia de su pareja o ex pareja. 
Su acceso es gratuito y entregan un lugar de residencia transitoria, confidencial, segura y resguardada a las mujeres que viven en entornos de violencia grave, junto con brindarles atención legal y psicosocial. 
El ingreso se realiza a través de derivaciones efectuadas por parte del Ministerio Público y Tribunales de Familia. (obtenido de: https://www.chileatiende.gob.cl/fichas/13149-casas-de-acogida, 22 ago 19, destacado en original)

Es decir, las mujeres que sufren violencia son transformadas en Pacientes del Estado, parafraseando al sociólogo Javier Auyero. Es decir, el Estado decide quiénes ingresan, no se puede acceder en forma directa- y ofrece en forma temporal techo y atención legal y psicosocial, de manera de resolver una situación puntual. Es brutal, ¿no? Aquí no hay un interés por concientizar ni por transformar a esas mujeres en sujetas de derechos, que activamente los afirman y defienden. Mucho menos por crear una comunidad u organizaciones feministas de base. No puedo más que sumarme a las palabras de Hiner cuando dice: 

Me resisto a pensar que nuestra única opción tiene que ser una casa grande y “esterilizada”, que atiende mensualmente a cientos de mujeres “clientas” y que deja totalmente atrás cualquier intento de tejer rebeldías feministas. (p.289) 

Hoy día vemos mucha acción burocrática-neoliberal-tecnocrática y poca acción feminista. De alguna manera extraña, la historia nos regresa al punto de origen de la Casa Yela, aunque transformado y cambiado, cuando lo que había era solo acción social y ellas transitaron de ahí a la acción feminista. Hoy, 33 años después de que se organizó el grupo Yela, parece que necesitamos más que nunca del espíritu de sus mujeres para hacer frente a las jaulas de hierro que desde el Estado, el mercado y la tecnocracia de la política social amenazan al feminismo popular. 

Valparaíso, 22 de agosto de 2019