Presentación «Paso de pasajes. Crítica feminista» de Gilda Luongo

por Antonieta Vera Gajardo
Investigadora
Centro de Estudios de Género y Cultura en América Latina/Universidad de Chile
Escuela de Ciencia Política/Universidad Academia de Humanismo Cristiano
antonietavera@u.uchile.cl

Recojo la invitación de Gilda Luongo, su “voz pasajera” de “crítica feminista heteróclita” (Luongo, 2018: 27) y calibro el peso de este libro azul…el goce de la fibra del papel.

La invitación de Gilda es generosa y amplia. Entre sus escritos ensayísticos en los que nos pasea por fragmentos de escritoras, ojos de loca que no se equivoca, fascinantes sujetos literarios, recepciones masculinas de los trabajos de escritoras de comienzos del siglo XX… hasta los escritos de opinión en los que es capaz de cambiar de pluma para identificar con nitidez feminista las injusticias del presente…¡Podría detenerme en tantos cruces de este paso de pasajes! Pero elijo tres de ellos: el problema de la academia, el de las mujeres que escriben y el de la vulnerabilidad.

El goce de la fibra del papel es uno de los placeres que el neoliberalismo académico parece arrebatarnos de más en más. Paradójicamente, quienes nos dedicamos a fabricar ideas, tenemos cada vez menos tiempo para leer y escribir. Somos asalariados y como tales, se nos presiona por cantidad más que por calidad, se subestima la docencia en pos de la investigación con fondos externos, se encorseta nuestra pluma con formatos predecibles de escritura indexada. Son las posibilidades de la libertad y del don las que están aquí en riesgo.

El texto de Gilda exuda con bronca esta inquietud frente a la cual ella ha elegido -sin ingenuidad- construir su propia Neplanta, dentro y fuera de la academia: “mi nomadismo, el afán libertario (…) me han dejado siempre en una intemperie crujiente que he amado y he odiado, precariedad y dicha (…) inseguridad y despliegue en las certezas (…) anhelándome suelta de las instituciones chilenas y sus modos asfixiantes, escribí, escribo y seguiré escribiendo” (Luongo, 2018:28).

Hace unas semanas escribía un texto en el que problematizaba la interpelación que a veces se nos hace a las feministas o militantes de alguna causa, por el hecho de ser “académicas”. Reflexionaba sobre varios asuntos en torno al carácter relacional del privilegio que no alcanzo a desarrollar aquí. Escribí ese texto gracias a las cosas que escribieron feministas negras y postcoloniales, pero también gracias a Ana.

Ana nació en Villa Alegre, hija de padre alcohólico y mujer de huaso bohemio, administrador de un fundo que dejaba botado cada vez que se enamoraba. Haciéndose cargo del fundo y al mando del grupo de trabajadores, Ana supo sostener el trabajo de su marido con cinco hijos (2 hombres y tres mujeres) alrededor de ella. A ella, que había trabajado como maestra rural y como dependienta de Gath y Chaves, le parecía indigno que su marido le comprara hasta los calzones cuando hacía la compra del mes en Curicó. Él murió –al parecer de úlceras- a los 42 años, cuando Ana tenía 40. Decidió que la única esperanza posible para sus hijos era la Universidad. Pero como su experiencia le decía que sus hijos hombres la tenían más fácil, tomó una decisión sencilla pero tajante: ella (experta en humitas, plateada, porotos con rienda y empanadas) se juró a sí misma que jamás de los jamases le enseñaría a sus hijas a cocinar. Creía que con este pequeño pero feroz acto de resistencia, impediría el destino de sus hijas en una cocina… ellas estudiarían en la Universidad.

Así es que supongo -que en parte-, mis hermanas y yo somos académicas porque somos nietas de Ana e hijas de Carmen, una mujer que no sabe cocinar pero que estudió en la Universidad. Ana y Carmen no se imaginaron este presente de cesantía ilustrada, querían simplemente protegernos del fantasma que asedia a quienes creen ser de clase media. Actuaron por miedo y guiadas por un misterioso instinto woolfiano -la libertad de las mujeres pasa necesariamente por dinero y cuarto propio-. El ensañamiento de ese instinto las llevó a rebelarse pero también a confirmar la oposición público/doméstico.

La crítica feminista de Gilda es precisa en relación a la academia: “tanta ampulosidad intelectual de corte patriarcal (…) contextos académicos sellados por las jerarquías, los vedetismos y las individualidades egóticas que rompen toda posibilidad de acción intelectual y artística más fluidas como comunicación y por ende menos arrogante” (Luongo, 2018: 28 y 39). Negociamos nuestras pertenencias y renuncias a la Academia armadas de nuestras historias heterogéneas… historias que han requerido tiempo, vidas, artesanías mentales. Y quienes decidimos quedarnos sabemos que las alianzas son vitales para elegir las peleas y para arrebatarle a las instituciones el tiempo de gozar con la fibra del papel y la serigrafía azul de los buenos libros. Sin embargo, a mi entender, estas alianzas distan de la sororidad, esa supuesta hermandad producto de una opresión compartida por las mujeres en el contexto académico, que nos uniría en un pacto y lucha común contra el patriarcado de los varones jerarcas. Tal como sostenía bell hooks,

la idea de una “opresión común” no sólo tiende a neutralizar la heterogeneidad interna impidiendo la necesaria conflictualidad del movimiento feminista sino que, también, presentando el eje sexo-genérico como el ordenador universal de las relaciones sociales, desestima otras claves de dominación que históricamente también han determinado las relaciones de poder entre las mujeres. Esto lo sabemos bien las académicas jóvenes que, económicamente precarias e inseguras del valor de nuestras ideas, hemos accedido a escribir de punta a cabo los Fondecyt de académicas de izquierda, antirracistas y feministas que luego no solo borran nuestros nombres y nuestras autorías, sino que se preocupan de ponernos los obstáculos necesarios para recordarnos la jerarquía.

En esa línea, creo que en el contexto de la revuelta feminista universitaria, la representación heterosexual del abuso corre el riesgo de dejar de lado muchas otras realidades como estas dominaciones perversillas y homoeróticas entre académicas de distintas generaciones.

Como sea, más que ideales románticos y fosilizados de hermandad universal y siguiendo a bell hooks (siempre es bell hooks en mi corazón:), creo que frente al neoliberalismo académico nos toca construir propuestas contingentes, transitorias y geolocalizadas de “solidaridad política”.

La falta de oxígeno que Luongo percibe en el espacio académico y el resentimiento que peligrosamente puede comenzar a habitarnos, creo que se vinculan a la sensación de fraude que nos produce el constatar que la Universidad ya no es más ese espacio que suponíamos acogería anchamente nuestra sed de pensar. Constatar esto, es un gato por liebre especialmente grave para las mujeres que escriben. Me gustaría detenerme en este segundo punto.

Parto del supuesto de que, en este espacio, no es necesario volver a justificar por qué la libertad ha sido históricamente un bien más escaso para las mujeres que para los hombres de su misma clase y marcas raciales. De allí el valor extremo de esa experiencia de libertad por la que quedamos para siempre fulminadas. Eso que nos hizo adolescentes insomnes, buscadoras de silencio, fugitivas de clases de gimnasia y almuerzos familiares fomes. Calentura de volver, de no soltar nunca más la secreta emoción inscrita en la fibra olorosa del papel. Era obvio entonces, intentar hacer de eso un oficio ¡Pero requiere tanto esfuerzo y tiempo ese oficio!

La política de selección de pasajes de Gilda Luongo es -como decía Ana- sandía calá. Tomadas de su mano entonces, llegamos a la descripción de este esfuerzo escritural en Violette Leduc, quien decía que cuando escribía perseguía “la honestidad de un zapatero”, o que se convertía en “una abeja sobre una flor”: “Escribir, lo he dicho (…) es recogerse, es ser una abeja feroz…buscar la palabra justa es concentrarse, es también perderse en los laberintos de la impotencia (…) Me inclino, me enderezo: mi deseo de escribir mejor (…) Hago malabarismos con lo que encuentro (…) Aprieto los dientes (…) deshielo una sensación, una comparación (…) No hay más que palabras definitivas (…) Tengo una fiebre de buscador de oro para encontrar esa palabra: el diamante de una obrera (…) Calificar es tomar en brazos a un ausente. Todo lo que escribimos estará ausente (…) Escribiré, abriré los brazos, abrazaré los árboles frutales y se los daré a mi hoja de papel” (Luongo, 2018:282-284).

Las universidades-empresa poco parecen entender de todo eso. Pero ese no es el único problema. Es bastante increíble, pero algo extraño todavía pasa con este asunto de la relación entre las mujeres y el saber. Eleni Varikas (2007) describe a las escritoras del siglo XIX y comienzos del XX como “monstruos modernos”, problemática que nos confronta de lleno con el asunto de la excepcionalidad y la hipervisibilidad. Al respecto, Varikas y Riot- Sarcey sostendrán: “el sentimiento alienante de ser una anomalía, un ser híbrido que no pertenece a ningún grupo, acecha los escritos femeninos y feministas… [y] a menudo está en el origen de los caminos tomados por la afirmación de sí” (1988: 79-80).

Y aunque la “conciencia de excepción” (Riot-Sarcey & Varikas, 1986: 452) de muchas de estas mujeres impide su total asimilación a los valores dominantes, no logra impedir en cambio una serie de contradicciones y ambivalencias contundentemente descritas por distintas pensadoras: los vaivenes entre humildad y arrogancia, entre visibilidad e invisibilidad, la compulsión meritocrática, la enorme inversión de energía y de talento para “justificar el mero hecho de la propia existencia” (Arendt, 2000:285), el esfuerzo por disimular una “tara imaginaria” (Arendt, 1987: 73), la “insoportable sensación de estar todo el tiempo expuesta” (Arendt, 2000: 272), “condenada a la originalidad” (1987: 43), de mentir e intentar todas las máscaras, “todos los disfraces” (1987: 73), los sentimientos de culpabilidad y la necesidad de recompensar la transgresión restableciendo “a los ojos de los hombres la conformidad con la imagen normativa de lo femenino” (Riot-Sarcey & Varikas,1988: 84).

Gilda relata esa tirantez a través de las palabras de Simone de Beauvoir: “Simone resulta provocadora cuando refiere el lugar de la mujer que logra llegar a esos territorios masculinos (…) Pareciera pedir disculpas por entrometerse en esos espacios que no le corresponden por naturaleza (…) ‘Esa razonable modestia, antes que nada es la que ha definido hasta aquí los límites del talento femenino’ (1962b:251)” (Luongo, 2018: 41).

A propósito de esto último, la psicoanalista Joan Rivière escribe en 1929, La femineidad como mascarada, un texto que será retrabajado por Judith Butler en El género en disputa. Reflexionando sobre algunas de sus pacientes, fundamentalmente mujeres intelectuales o que tenían mucho éxito en su trabajo, Rivière afirma que luego de demostrar públicamente su capacidad intelectual (la exhibición del pene del padre), estas mujeres se sentían presas de un terror espantoso. Para tranquilizarse, adoptaban actitudes seductoras compulsivas, simulando ser mujeres castradas o criaturas inocentes e inofensivas: “la femineidad, por lo tanto, podía ser asumida y utilizada como una máscara para ocultar la posesión de la masculinidad, así como para evitar las temidas represalias que se tomarían contra ella si esto se llegara a descubrir; al igual que un ladrón vacía sus bolsillos y pide ser registrado para demostrar que no ha robado nada” (Rivière, 1929: 221, el énfasis es mío).

Así, Rivière parece sugerir no solamente que la identidad femenina tendría una relación directa con la gestión de la angustia, sino que la femineidad hegemónica podría ser comprendida como una teatralización compulsiva que tendría por objetivo evitar las represalias y ocultar la igualdad con los hombres.

Si reconocemos en estas reflexiones de mujeres de la primera mitad del siglo XX algo de nuestras propias experiencias, es justamente porque la escritura como “potencial de libertad” (Luongo, 2018: 41) continúa siendo terreno minado. En tanto mujeres que escribimos en un pequeño país sudamericano en pleno siglo XXI, nuestras resistencias, tretas y tácticas están llenas de paradojas justamente porque la historia de nuestras reivindicaciones es también la historia de nuestros resentimientos… unos que evocan ultrajes que –aun con nuevos ropajes- no han dejado de suceder. Aun hoy nos toca a veces vaciar nuestros bolsillos para ser registradas y demostrar que no hemos robado nada.

Un tercer asunto al que me estimula a pensar la reflexión de Luongo, remite a la problemática de la vulnerabilidad que cruza su libro de manera transversal y heterogénea: a veces como “la tierra de en medio” de las mujeres que escriben, otras veces como los cuerpos por los que nadie llora, como infancia violada por el “Patas Verdes”, como desvirilización indígena, como precariedad en relación a la academia, como huelga de hambre, como deterioro, como enfermedad, como vejez… en suma: como piel y carne simultáneamente expuestas al contacto y a la violencia. La reflexión de Gilda sobre la vulnerabilidad, es profundamente ético-política y en ese hacer pensando se acompaña de Butler, de su amarga constatación en Vida precaria: cuán fácil es hacer daño, “¡cuán fácil es eliminar a otros!” (Butler, 2009a: 20).

Nuevamente requiero partir del supuesto de que en este espacio todxs simpatizamos de alguna forma con el feminismo. Es ese supuesto el que marca mi posición enunciativa aquí, en otro espacio, para decir lo que quiero necesitaría de otro andamiaje argumentativo.

En algunas conversaciones con amigos y amigas, he planteado ciertas preocupaciones con respecto al uso de la representación “víctima” en algunos de los discursos que escuché en las tomas universitarias del primer semestre. Me preocupó aún más cuando esos discursos eran de corte claramente mujerista, anti-trans: sororidad solo entre quienes nacen con vagina.

En efecto, el relato hegemónico de acoso y violencia sexual en las universidades es profundamente heterosexual y tiene por contexto una relación de poder en la cual un varón prestigioso y poderoso abusa para transgredir, acceder, avasallar y/o humillar corporalmente a una mujer joven en posición de jerarquía inferior.

Era urgente contar estas historias: la fuerza de esta insurrección proviene de su densidad histórica: todas sabemos de los cuerpos violentados de las Anas y las Cármenes de nuestra vida y del portazo en la cara que recibieron cuando quisieron hablar. “Yo te creo” o “Yo también” son slogans que portan esa densidad histórica: en oposición a esos patriarcales adversarios es que responden reactivamente. Pero, tal como lo identificaba Butler en El género en disputa, ese es justamente el problema de la política de la representación: que produce normativamente a los sujetos que pretende emancipar. Para Butler, la solución a esta paradoja representacional no es rechazar la política de la representación: éste es sin duda, el campo actual del poder. La cuestión pasaría más bien por elaborar una crítica de las categorías de identidad que nuestra estructura política produce. En este sentido cabría evaluar hasta qué punto en los discursos del Mayo Feminista, “la mujer” vuelve a aparecer como identidad común a partir de ciertos usos de la categoría “víctima” que vuelven a reposicionar un clásico de alto rendimiento político: la superioridad moral de las mujeres.

Seríamos así representadas como menos violentas, más solidarias, menos individualistas… y un largo etcétera heroico. Yo al menos, quisiera que por favor se me devolvieran mis posibilidades de mentir, de traicionar, de odiar, de competir, de envidiar e – incluso a veces- mis deseos de matar. Entre otras cosas, todo esto me hace escribir. Pero más importante que eso, todo esto nos devuelve a la pregunta que creo es la fundamental: la plena conciencia de cuán fácilmente puedo dañar a otros. Es esto lo que creo podemos recuperar políticamente de nuestras experiencias históricas -y no ontológicas- de ultraje en femenino.

Siguiendo a Butler (2009b), esta vez en Dar cuenta de sí mismo, si la ética moderna ha estado basada en la idea de un sujeto coherente, soberano, independiente, autosuficiente… nuestra experiencia histórica de exposición tendría algo que decir sobre una ética más bien basada en la desposesión. Porque hemos sido esos “monstruos modernos”, sabemos cómo hace aguas ese sujeto amo, ese arrogante adultocéntrico que cree ser dueño de sí mismo. Las experiencias de vulnerabilidad nos hacen conscientes de nuestra opacidad, de la profunda dependencia que nos liga a otros y también de nuestras propias posibilidades de dañar. Si he sido dañado, mi herida me revela que estoy expuesto al otro de una manera que no puedo controlar. Butler no quiere con esto montar un homenaje a la vulnerabilidad, sino que más bien mostrar cómo estas experiencias nos revelan hasta qué punto somos relacionalmente constituidos: la ambición de autosuficiencia se desmorona frente al rostro del otro. De esta forma, para Butler la responsabilidad no es un asunto de control de la voluntad sino que de hacer uso de estas experiencias de exposición involuntaria.

Esas experiencias de vulnerabilidad emergidas de nuestras negociaciones y renuncias a la academia, de nuestras Neplantas escriturales… todos esos dobleces que guarda nuestra memoria se desdoblan a veces por la aparición mamífera, silvestre e involuntaria de un otro al que somos receptivos y en esa medida, un otro frente al que estamos expuestos, desnudos, impresionables.

Pienso entonces, que el libro de Gilda Luongo nos invita a hacer memoria, a rehusar el olvido de nuestras vulnerabilidades y con ello, a una política feminista anclada en el oficio de ponernos en peligro.

Archivo Nacional, 5 de diciembre 2018

Texto también disponible en el sitio Biblioteca fragmentada